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La rambla de Palma se
extiende como una alfombra larga y gris, estrecha, repleta de gente
e invadida de colores vivos y cantarines. Rosas, claveles, orquídeas
y narcisos. Me gustan todas, aprecio su belleza, su olor, la
intensidad de cada pigmento que las conforma y me lleno de vida tan
solo de contemplar la belleza que emana y que hoy los demás son
incapaces de percibir ¿es eso felicidad? Y si no lo es no quiero
descubrir más. Me llamo Carmen Navarro y hoy va a ser mi día.
Suenan campanas a mediodía, y el cielo amenaza con nublarse sin llegar a tapar el sol. Acabo de salir del Nail Art cercano a la estación, la china ya me conoce y sabe que no me gustan las uñas excesivamente largas. Es una manicura francesa perfecta para la ocasión. Alicia, como se hacen llamar casi todas las chinas, ha dicho que estoy muy guapa hoy, que me brillan los ojos. —Amiga, tú muy guapa. Tú siempre manos muy cuidadas. Sonrío, forjada de ilusiones. Contemplo de nuevo la perfección de mis uñas y le dejo tres euros de propina como llevo haciendo durante los seis meses que hace que la conozco. Martín siempre se ha fijado en mis manos, dice que son delicadas y suaves, que mis dedos son finos y largos como los de un pianista, pero en esta historia quien toca la música de verdad es él, sus ojos son música, sus palabras, sus gestos. ¡Y qué coño, folla bien! Perdón... Nos conocimos el primer año de universidad, Martín acababa de romper con Patricia y, cuando tuvimos nuestra primera cita, no sé si sentirme orgullosa de ello, pero Martín me dijo que yo era especial, que era todo lo contrario a la ostentosa de su ex, algo que no supe interpretar al principio y que luego quise anotarme a favor por considerarme buena persona, más guapa y humilde. Más guapa lo añado yo, aunque no sea tan excéntrica y descarada como ella. El tema de los celos siguió ahí suficiente tiempo. Pero en fin... una no puede ser perfecta en todo. Dos horas más tarde...
Las chicas me
rodean en la terraza del Capuccino. Entre
miedosa e
ilusionada, observo algo
ausente como ellas contemplan
la perfecta manicura de mis uñas. Rossana suspira, tras obsequiarme
con una mirada cargada de fantasía
y equilibrando su vaporoso
moño rubio ceniza en lo alto de la nuca.
—¡Ay,
Carmen! ¡Qué ilusión! Cuéntanos todos los detalles en cuanto
termine la cena—dice
calándose de nuevo sus
enormes gafas de sol.
Trago
saliva. Mientras, entre ellas cuchichean
y se adelantan al acontecimiento. Sonrío sin poder evitarlo, y
repaso mentalmente el mensaje de Martín: Nos vemos en el
Bocaccio. Tengo algo importante que darte.
—Y dime, ¿cómo te lo imaginas?
—Vero me saca de mi ensoñación.
Titubeo volviendo a la realidad. Ella
me contempla embelesada, con las dos manos entrelazadas bajo su
barbilla, adivinando cómo me muero de curiosidad.
—Uhmmm...—murmullo
entornando los ojos— no sé,
¿de oro blanco? Sí,—afirmo
con una ilusión imperiosa dentro de mí que
hace que mis dientes resplandezcan—
y con un brillante que deslumbre
a dos kilómetros.
Paseo
mi mano en el aire con una elegancia fantasiosa.
Ellas se ríen,
muertas de envidia sana. En cambio yo, que he estado esperando este
momento desde que conocí a Martín, siento que además
de la emoción que siento, el corazón va escaparse de mi pecho para
echar a
correr cuesta abajo.
No
puedo esperar más. Adoro las sorpresas.
—¿Y
por qué sabes a ciencia cierta que es un anillo?—pregunta Vero
rompiendo el encanto.
Fría,
calculadora y directa. Así es Verónica, un jarrón de agua fría en
estado puro. Es todo lo que no quieres oír. Le han roto el corazón
las veces suficientes como para
encerrar su corazón con llave y tragársela
con un trago de cerveza.
—Lo
sé...
Me encojo de hombros, y recuerdo
nuestra última conversación. Estábamos paseando por la calle del
Sindicato y me detuve sin querer frente al escaparate de una tienda
de novias. Martín estaba ojeando su teléfono móvil cuando le
pregunté si me imaginaba con un vestido como el que llevaba la
maniquí. Era un vestido de seda blanca y brillantes. Probablemente
Martín no prestó atención a los detalles, tan sólo sonrió como
si me ocultara algo. Entonces un presentimiento entre extraño y
bueno se arremolino en mi interior. No quise preguntar a qué se
debía aquel misterioso silencio. Dos días después recibo su
mensaje.
—No
puede ser otra cosa. Martín es así—me
encojo de hombros de forma casi infantil—,
imprevisible ¡Y me encanta!
Dejo
a las chicas soportando el dolor dulce de la incertidumbre y, vuelvo
a casa para elegir un
vestido. Mi apartamento me espera en silencio, respetuoso. Huele a
limpio, y los sofás están ordenados en
forma de L, algo que puede
que no vuelva a ocurrir en mucho tiempo.
Quién sabe lo que puede pasar
esta noche. Uhmmm... me froto
la barbilla y decido colocar con esmero dos velas rojas
en forma de esfera sobre la mesita de cristal, como quien no quiere
la cosa. Sonrío a solas, y ahora que nadie me ve, salto sobre las
puntas de mis pies y grito de júbilo:
¡Bieeeeen!
Llevo
meses esperando este momento. A Martín no le convence la idea de
pasar por altar. Dice que es un gasto innecesario, y un negocio para
restaurantes y tiendas de novias.
Martín trabaja en el
banco de su padre y eso del
dinero lo lleva de cabeza.
Pero a mí me hace una ilusión tremenda calarme un vestido de encaje
blanco, llevar un pedrolo
en el dedo y decir: ¡Sí quiero!
El
inoportuno timbrazo de mi móvil me corta el rollo. Es mamá, y no me
sobra tiempo para dramatismos.
—¿¡Qué!? Cuenta, cuenta...
Entorno los ojos de forma
maquiavélica antes de responder. A veces no sé por qué le cuento
las cosas. Mamá es más cotilla que los vecinos de La que se
avecina, y se monta unas películas en la cabeza que ni Almodóvar.
No sabe lo que se pierde este hombre.
—Mamá
por Dios,
que aún estoy en casa.
Oigo un suspiro impaciente al otro
lado de la línea.
—Vale...—responde
con la voz débil—pero después me llamas enseguida. ¡Ay, mi niña!
Cómo
me gusta Martín; pero oye dame
al menos tres meses
para perder dos tallas. He visto un vestido en Carolina's
que me tiene enamorada...
Niego con la cabeza, esta mujer es
imposible.
—Oye mamá, eso, que te tengo que
dejar. Luego te llamo, un besito.
Cuelgo
el teléfono a pesar de que ella continúa
hablando.
Brenda empieza a reclamar mi atención
golpeando la puerta de la terraza con sus patitas. La dejo entrar
solo unos minutos, no sea cosa que me desmonte el apartamento. Ahora
que lo tengo a punto de futuras nupcias.
—¡Ay mi cosita linda! bolita de
pelo—la acaricio mientras revolotea divertida entre mis
tobillos—mami va a salir a cenar con Martín. Portate bien chuchita
mía, y a la vuelta déjanos disfrutar de una noche apasionada ¿de
acuerdo amorcito? ¡Ay que cosita más linda!
Brenda
me mira, jadeante, mostrándome su lengua con
ojitos de cordero degollado.
Le alboroto el pelaje blanco, apenada por las prisas y la devuelvo a
la terraza.
Abro
el armario. Rojo, negro, coral... Sería
muy romántico ponerme el vestido con el que conocí a Martín, pero
esta vez me apetece sentirme cómoda, ya basta la tensión que llevo
en el cuerpo como para estar pendiente de un vestido que me corte la
respiración al acabar de cenar. Basta con que sea fácil de quitar.
Uhmmm....
Negro sin duda, y a un palmo de la
cadera.
Suspiro
aliviada al comprobar que el vestido que
he elegido me sienta como un
guante. Ropa interior rojo escándalo, por
supuesto. Peino
mi larga cabellera bruna frente al espejo, y formo un mohín con los
labios pintados de un rosa pálido. Sombra de ojos dorada para
resaltar el color ambarino de mis ojos, y me sonrío
a mi misma.
Chapó.
A
veces pienso que puedo parecer estúpida, y vuelvo a reírme con esa
risa que no puedo controlar. Es
lo que hay...
Perfume
generoso, bolso
de mano con lo imprescindible
y
¡a por todas!
El
trayecto por las avenidas se hace interminable.
En la radio suena una canción de Bryan Adams, le sigo el estribillo
desafinando por todo lo alto. Se me hace raro acudir a una cita con
Martín cada uno por su lado. A su vez me emociona, e imagino un
encuentro caballeroso. Baby when you're gone... Uhmmm
Yeahhh. Un sonámbulo me frena
en seco, y le esquivo dando repetidos toques de claxon ¡idiota!
¡Baby when you're gone...!
Aparco
al otro lado de la calle, a
unos cien metros del
Bocaccio. Insisto
frente al retrovisor. Tal vez debería haberme recogido el pelo, o
no. Brillo de labios perfecto. Voy, Martín...
Un
camarero sudamericano
vestido de un negro riguroso me da la bienvenida, y con un gesto
cortés me indica la mesa donde me espera Martín. Y ahí está él,
reparo unos segundos, como si fuera nuestra primera cita. Está
guapísimo con ese polo de Ralph Laurent
blanco impoluto,
el pelo engominado hacia el lado izquierdo, con las puntas hacia
arriba. De pronto se da
cuenta de que he llegado. Le sonrío, como si fuera nuestro primer
encuentro, tímido e
inocente.
Martín
me mira de una forma profunda,serio. Un
revoloteo de mariposas en mi estómago me alerta de que ya falta
menos. Me acercó a él, y le doy un beso corto en los labios, me
responde arqueando las cejas.
Parece preocupado.
Enseguida
se acerca otro
camarero de piel oscura, y con un resaltado acento sureño nos recita
la especialidad de la casa, a la vez que nos tiende una carta a cada
uno. Hago un gesto con la mano, quiero la especialidad. Pescado con
bla, bla, bla... Martín asiente en silencio, pedirá lo mismo que
yo. Agua para los dos. ¿Agua? ¿y el vinito ese que nos pone a mil?
Suspiro ansiosa.
—¿Qué
tal tu día? —trato de romper el hielo.
Martín hace un gesto indiferente. Yo
le devuelvo el gesto con un levantamiento de cejas. Parece decaído,
tal vez esto le cueste, ya sé que a veces le cuesta sincerarse. Y
precisamente la idea de pasar por el altar no era algo que le hiciera
especial ilusión. Sé que hará el esfuerzo por mí, y por nuestra
reciente falta de comunicación.
—¿Y
el tuyo? —responde con la mirada perdida.
El estómago me ruge.
—Bien,
pendiente de tu noticia todo el día.
Martín carraspea, y se apega al
respaldo dejando un espacio para que el camarero coloque los
cubiertos sobre la mesa. De fondo se oye una débil melodía, y me
ponen nerviosa las notas de piano sin otro acorde. Tamborileo con
las yemas de los dedos sobre la mesa, esperando una respuesta. Martín
me mira con ojos inquisitivos, no esperará a que le lea el
pensamiento. Luego hace un amago por hablar, pero antes traga saliva.
—Llevamos
siete años juntos, y hemos vivido muy buenos momentos. También
malos, y...
—¿Y...?
Martín
se revuelve en su asiento.
—Verás, nena—dice inclinándose
hacia delante y apoyando su barbilla en sus puños—. Hace tiempo
que llevo pensándolo. Tengo algo que pienso que no me pertenece, y
quiero que lo tengas tú.
Coloco inmediatamente la mano derecha
sobre la mesa tras secarme el sudor de las palmas, e inmediatamente
pienso en la foto que voy a colgar en Facebook.
Hasta llego a pensar en un
anillo antiguo heredado de una bisabuela. Cuánto mal hacen las
películas de romances...
—¿Y
bien? —consigo balbucear
Martín se lleva la mano derecha
hacia el bolsillo del pantalón. Su mano regresa con el puño
cerrado. ¿Cabe ahí una cajita? Le miro profundamente, el corazón
va escaparse de mi pecho como un puño atravesando una pared de
cartón. Pum pum, pum pum...
—Por
Dios Martín ¡al grano!
Martín despliega los dedos. Parpadeo
unas cuantas veces.
O son imaginaciones mías, o
contemplo una arandela custodiando una llave, ¿no será un piso?
—Cariño
explicate mejor, ¿te encuentras bien? Estás pálido—digo
abanicando mis mejillas..
Martín suspira, como si pretendiera
que adivinara lo que quiere decirme.
—Son
las llaves de tu apartamento. Necesitamos un tiempo. Lo siento.
Una oleada de frío me inunda el
cuerpo, y de repente noto un nudo en mi garganta. No soy capaz de
responder. Por un momento quiero creer que lo he entendido mal. A la
vez observo el rostro de Martín, él apoya la frente sobre sus
nudillos entrelazados haciéndolos rebotar de forma nerviosa. No
puedo creerlo. Martín me ha acaba de dejar.
El camarero regresa con desparpajo.
—¡Plato del día para la señorita!
Permanezco
unos segundos en silencio sin apartar la mirada de Martín. Siento
como una manada de lobos me roe el estómago.
—La
señorita no va a cenar —respondo
mordaz.
El camarero retrocede un paso con
asombro en su rostro. Empujo con fuerza la silla con mi espalda y
Martín me agarra con firmeza la muñeca antes de que pueda
levantarme. Su mano es más fría que el hielo. Frunzo el ceño
atacada de los nervios.
—Cariño,
solo será un tiempo. Necesito pensar.
Le dirijo una mirada furtiva, cargada
de rabia y de odio.
—Y
yo necesito, que te vayas a la mierda.
Me levanto con un movimiento brusco,
sujetando estoicamente las lágrimas para que no broten en este
momento.
No ahora.
Arranco el bolso de la silla, y me
despido sin palabras.
—¡Cariño!
Desde el umbral de la puerta le
dirijo una última mirada. Quisiera gritarle que es un sinvergüenza
sin escrúpulos. Que podría haber sido más conciso a la hora de
plantearme esta cita, y que lo odio hasta la saciedad. Y lo que es
peor, no pienso decirle que no me imagino su vida sin él. Por eso me
trago las palabras antes de responder, con la pena rasgándome el
alma.