Las yeguas de Pedro

Las yeguas de Pedro




Me costó lo suyo entender a la prima Rocío cuando en las carreras de caballos me llamaba ingenua. De hecho, se trataba de una palabra nueva para mí, igual que embelesada; aunque esta última sonaba más dulce y melódica. Me decía que yo era muy joven, que ella ya sabía de los mozos que montaban los caballos, unos machistas y arrogantes, y que no era a la única a la que miraban las rodillas asomándose bajo la faldilla y haciendo “ fiu-fiu” con los labios.

Pensé que la prima Rocío era una envidiosa, porque de ella se burlaban por sus carnes desbordadas y el pelo de color zanahoria. Yo, embelesada, como diría ella, no faltaba ningún domingo a ver a mi Pedro cuando atizaba a su yegua y corre que corre atravesaba el primero la meta para lanzarme un guiño desde la victoria. ¿Ingenua?, ¡ja!; envidia, bonita, que no te comes un rosco y me llevo al jinete ganador. Esto no se lo dije, pero me lo leyó en los ojos y meneo la cabeza al tiempo que volaban sus trenzas rojizas.

Nimbada por halagos más dulces que el algodón de azúcar, acepté la propuesta de matrimonio de mi Pedro. Y loca de alegría se lo conté a la prima, que con los ojos más abiertos que una lechuza me repitió lo de que era una ingenua, y que a Pedro no le gustaba montar siempre la misma yegua. Luego guiño un ojo, y yo le contesté que no me importaba, que a mí me gustaba hacer ganchillo y que cada cuál tenía su entretenimiento. Ella resopló, como si pensara que era tonta; y no hizo falta que volviera a decir la palabrita, pues ya deduje que me quería llamar eso otra vez.

Pasaron los meses y me casé de blanco con mi Pedro, nos llevaron en carruaje de caballos negros, y venga arroz y arroz; y muchos ¡que se besen los novios! La primera noche tenía que ser especial y así se lo hice saber a mi Pedro. Aunque creo que no me entendió bien, ya que no paraba de decirme que ya había montado más yeguas. Yo le respondía que no hablábamos de caballos, y él me sorprendió cuando de repente me llamó ingenua.



Pasaron los años y mi Pedro ya no era el mismo jinete de antes, ya no me miraba las rodillas ni me hacia “fiu-fiu” con los labios cuando salía de la ducha. Un día decidí seguirlo porque, harta de escuchar siempre la misma palabra, la busqué en un diccionario y entonces entendí lo que significaba. Y entonces todo tuvo sentido. ¿Qué yo era tonta? No hubiera hecho falta ir tras él para descubrir lo que estaba pasando, lo deduje mucho antes de que mis ojos avistaran la horrorosa escena. Mi Pedro encaramado a las rebanadas de carne de mi prima Rocío y “muaks-muaks” exagerados que me hicieron gritar obligándolos casi a caer de culo:

—¡Panda de sinvergüenzas! ¿Qué creíais, que nunca os pillaría? Como me volváis a llamar ingenua, a ti, Rocío, te corto las trenzas y tú, Pedro, te quedas sin yegua.